jueves, 11 de octubre de 2012

Los autores van a la escuela


Los autores 
van a la escuela 



                                              






Esta nueva sección del blog está destinada a reproducir textos literarios en los que aparecen las escuelas y sus protagonistas: docentes, estudiantes, autoridades, etc.

Es un orgullo iniciarla con un amigo y excelente escritor rosarino, Osvaldo Aguirre, de quien reproducimos algunos extractos de una de sus primeras novelas, Estrella del Norte.



Estrella del Norte





Por: Osvaldo Aguirre






Osvaldo Aguirre nació en Colón, Buenos Aires, en 1964. Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Integró el Grupo de Arte Experimental Cucaño. En 1993 comenzó su trabajo como periodista en el diario La Capital, de Rosario, siendo periodista de la sección Policiales hasta el año 2004, siendo luego editor del suplemento Señales de ese matutino rosarino. Su experiencia como cronista policial se vio reflejada en su libro Notas en un diario (2006), que ganó el premio Ciudad de Rosario. Su extensa obra abarca diversos géneros. Asimismo, colaboraciones suyas han aparecido en en diversos medios periodísticos y publicaciones culturales, como Todo es Historia, Página 30, Radar, Pistas, Tres Puntos, Veintitrés, Punto de Vista, Bazar americano, Vox, La Pecera, El Jabalí, Hablar de poesía, La ballena blanca, Nadie olvida nada (Jujuy) y Ángel de la lata (Rosario).


Reproducimos a continuación algunos extractos de su novela Estrella del Norte, de 1998. El protagonista es Tony, un adolescente que deambula por la gran ciudad buscando señales que le sirvan de orientación. En el cruce de lo extraño y lo familiar, descubrirá su propio camino. Y en la voz de los demás, el coraje para encontrar su propia voz. La historia transcurre en parte en el ámbito de una escuela secundaria, y recorre también la variada geografía urbana de Rosario. Entre ellos, la estación de ferrocarril Rosario Norte, donde arribaba y partía el legendario tren que da nombre a la novela. Los extractos que seleccionamos presentan algunos personajes escolares, entre ellos dos profesores: el Loco Laborda y la Flaca Bengoa. Que disfruten la lectura. 






En mi cuaderno de matemáticas de cuarto año tengo anotada esta frase: “Orientarse es poder determinar una dirección dada, en un punto cualquiera de la Tierra”.

Recuerdo claramente el momento en que escuché al profesor decir esas palabras, mientras desplegaba una lámina con el esquema de la rosa de los vientos. Me gustaría que lo conocieran: el Loco Laborda –así lo llamamos, en la misma escuela- es un personaje tan extraño como simpático. Flaco, narigón y de pelo enrulado, nervioso y a la vez metido en pensamientos secretos, que sólo él parece conocer, es capaz de hablar sin parar desde que entra hasta que sale del aula, reír como toda respuesta cuando alguien hace una pregunta en clase o palidecer, ponerse repentinamente serio y tomar toda la hora para contestar a una tonta broma.

Recuerdo también la absoluta concentración con que fui escribiendo la oración, cómo las letras trazaban un relámpago azul sobre la página cuadriculada. Si ocurriera ahora, cuando comienzo a rebobinar cosas que me pasaron y quedaron grabadas en mi memoria, no me impresionaría tanto. Pero esa vez dejé la birome a un costado del pupitre con mucho cuidado, como si tuviera miedo de despertar a alguien o como si en vez de una Bic usara una Parker de cristal. Y alcé la vista hacia la ventana del aula, hacia el mundo que más allá de las cuatro paredes de la clase se desplegaba para mí como un espacio desconocido y caótico. “Orientarse”, pensé. “Orientarse es determinar una dirección…”

De la ventana, llena del sol de septiembre, mis ojos pasaron a fijarse en la oscuridad del pizarrón, en cuyo centro el Loco Laborda acababa de dibujar un círculo.

- Ésta sería la constelación de Casiopea –dijo, e hizo una especie de M en el interior del círculo, a la izquierda.

- Si no tuviera una brújula –agregó a continuación, como si de pronto se le hubiera ocurrido una idea-, ¿de qué manera podría saber dónde está el norte?

- Preguntando –respondió el gordo Atila, el encargado de hacer los chistes.

Algunos se rieron, pero la mayoría seguía pendiente de las palabras del profesor.

- ¿Cómo podría orientarme, saber dónde estoy? –insistió Laborda.

También a él lo había hechizado la luz de la ventana, porque tenía puesta allí su mirada. Por mi parte, volví a parpadear ante el relámpago azul que refulgía en la hoja cuadriculada. Repetí, en voz baja, como si recitara una fórmula mágica: “Orientarse es poder determinar una dirección dada…”

El Loco Laborda trazó un cuadrado en el centro exacto del círculo y después pequeños triángulos en cada uno de sus lados. El pizarrón, me di cuenta, ya no era un simple pedazo de madera pintado de negro.

- Hay que buscar este punto –dijo el profe, y apuntó con la tiza al corazón de ese cielo que teníamos en el pizarrón-: la Estrella del Norte. 





Estaba lejos de ser un estudiante destacado, pero en los años que llevaba de la secundaria había faltado muy pocas veces a clase. Ese dato no tendría demasiada importancia si no fuera porque terminó siendo el tema de una conversación de recreo.

Fumábamos un cigarrillo, con Atila y Luca, en el baño de la escuela. Entre una pitada y otra, expliqué que mi familia no hacía grandes discursos sobre la necesidad de asistir siempre a clase; parecía una simple cuestión de costumbre.

Luca tomó la colilla del cigarrillo, que yo le alcanzaba, y entre asombrado y burlón me preguntó si me animaba a faltar, a hacer una chupina, como se dice. Contesté que sí.

- Pero, por ejemplo, si yo te dijera: “Mañana nos encontramos antes de entrar a la escuela y pasamos toda la mañana en el río”, ¿aceptarías? –insistió Luca.

- Más vale –dije.

Mi amigo tenía un brillo extraño en los ojos. En ese momento no supe si era por el humo del cigarrillo, que nublaba su visión, o si quería observar algo particular en mí, quizás el agujero negro que se revolvía en mi interior, a mucha profundidad. Más tarde pude notar que el significado de esa mirada era otro, y bien distinto.

- Bueno –continuó-. Mañana nos encontramos antes de entrar a la escuela…

El último examen del año era la excusa. Harta de gritar para “imponer el orden y el silencio”, según suele decir, y de una serie de terribles guerras a tizazos, gomas, cuadernos y todo lo que se encontraba a mano sobre los pupitres, la profesora de química, la Flaca Bengoa, había anunciado que, como no iba a llegar a dar todo el programa, teníamos que estudiar dos unidades al hilo y rendir en quince días una prueba.

- Pero usted no puede tomar ese examen –intentó razonar entonces el gordo Atila.

- ¡Nadie le preguntó su opinión! –gritó la profesora, con la cara como un tomate-. ¡Se calla o va a la dirección!

Grita porque no sabe cómo hablarnos. Nada que ver con el Loco Laborda.

- ¡No voy a callarme ante una injusticia! –respondió Atila, y dio un golpe de puño en su banco, simulando indignación-. ¡Nos va a tomar cosas que usted no enseñó!

Pero no hubo caso. Y además el gordo tuvo que soportar que la Hiena Fernández, el celador del curso, lo llevara de una oreja hasta secretaría para dar explicaciones a Marta Mónica, la directora de la escuela.

Marta Mónica parecía muy joven como para ser directora. No sé qué edad tendría, y tampoco importa. Quiero decir que, cuando hablaba, no deliraba con pretensiones imposibles o ejemplos falsos. Como el Loco Laborda, tenía sus particularidades: una era dar un discurso, antes de entrar a clase, todos los 24 de marzo, para recordar los horribles años de la última dictadura militar; una vez incluso invitó a unas Madres de Plaza de Mayo, dos viejitas con pañuelos blancos en la cabeza, que tenían bordados con hilo azul las palabras “Juicio y castigo a los culpables”. A veces gritaba o ponía sanciones irrevocables; pero –lo sé ahora, cuando vuelvo sobre mi memoria- ésos eran los días malos que cualquier persona sufre en este mundo extraño, dulce y cruel.





La Flaca Bengoa, en cambio, no tenía perdón. Era una profesora de esas que ya en el primer día te está matando con problemas, ecuaciones, deberes, retos y amenazas de amonestación. Una verdadera tortura, lo juro: y que me caiga muerto si no es verdad. Y la chapina no iba a servir de mucho: era tirar la pelota para adelante, porque después, en la clase siguiente, la Flaca nos haría sentar en un rincón del aula o nos separaría con cara de “los voy a aplazar a todos”. Pero el examen, dije, daba una excusa: me parece que las chapinas se hacen siempre por la chapina misma, por estar una mañana libres de las Obligaciones y Responsabilidades con que cargan nuestras frágiles espaldas. Aunque, si me preguntaban en ese momento, creo que no habría podido pensar eso –ni en ningún otro motivo en particular.

El plan fue expuesto por Luca, que es siempre el más afectado por los exámenes de química, como lo demuestra una colección de aplazos que bien podría ser propuesta para integrar el libro Guinness de los récords.

- Para que no nos descubran, tenemos que ser pocos –dijo, cuando horas más tarde empezamos a discutir el asunto en el New Beatles, uno de los bares de la calle Brown, donde los pibes del barrio iban a ver chicas, a jugar en unos flippers y a dejar pasar cada tarde con largas charlas, discusiones y bromas.

- Solamente nosotros –dijo el gordo Atila, antes de engullir en dos bocados una impresionante hamburguesa especial.

- Solamente nosotros –repitió Luca, otra vez con esa expresión misteriosa en su mirada.

Los dos me miraron. Asentí con la cabeza.

Y así fue como el planeta Tierra empezó a girar de otra manera.




La chupina implica un rito. Todos lo saben, y si hay vida en otros planetas, los estudiantes de esos otros mundos seguramente cumplen con el suyo. El nuestro comenzó por encontrarnos a una cuadra del colegio, en una plaza, bajo la copa de un impresionante ombú, quince minutos antes de entrar al patio donde nos alineábamos por curso, sexo y estatura ante el mástil, la bandera, Marta Mónica, los profesores, la Hiena y los demás celadores. Tanto Luca como Atila habían tenido la precaución de llevar ropa de calle guardada en sus mochilas.

- Traje unas medialunas –dijo Atila, mientras mostraba una abultada bolsita de papel madera-, por si se nos presenta algún contratiempo…

Los “contratiempos”, para el gordo, consistían en quedarse en algún lugar donde no hubiera comida a mano.

Con las corbatas sueltas, las camisas blancas arremangadas y un cigarrillo que pasaba de mano en mano, bajamos hacia el río, para ver el sol de primavera impreso como un sello contra el agua quieta y oscura.



Encontrar en una chupina a la Hiena Hernández era lo peor que podía pasarte. En la escuela se contaban historias increíbles, com que había atravesado la ciudad llevando de la oreja hasta su casa a chicos descubiertos mientras charlaban tranquilamente en una plaza o un bar, o que al día siguiente, con sólo mirarte a los ojos y enfrentarte con su risita típica, podía darse cuenta de si realmente estabas enfermo o te habías tirado toda la mañana en el New Beatles, alrededor del Monumento a la Bandera o soñando con los ojos abiertos ante el horizonte envuelto en nubes y niebla donde parecía hundirse el río. Podíamos comprobar la fama de la Hiena Fernández al encontrarnos con chicos de otros barrios de la ciudad y hablar de nuestra escuela.

- ¿De la ENET número catorce? –preguntaban, de pronto pálidos, casi con horror-. ¡La escuela de la Hiena Fernández!

¡Es que el tipo no sabía lo que era la piedad o la lástima!

- Si me ponen esas amonestaciones –había mentido Atila una vez; y anécdotas de éstas, lo juro, hay miles- quedo libre. Y si quedo libre, me echan de mi casa, me internan pupilo. Y si me internan pupilo…

- Francini, a dirección –repetía la Hiena, sin escucharlo, con una semisonrisa y un brillo en las comisuras de los labios.

- ¿Qué puedo hacer? –lagrimeaba el gordo-. ¿Adónde voy a ir? Si me internan pupilo, pierdo a mis amigos. Y si pierdo a mis amigos…

- Francini… -y ya insinuaba la risita aterradora.

¡Y cuando se volvió, en el andén, tenía esa cara de perro que busca la presa!

Nos miramos con Atila: “Ahora mismo”, dijimos con una mímica frenética de los labios, “hu-ya-mos”. Luca ya se habría puesto a cubierto. Tratamos de ocultarnos entre la gente, que abría como un vacío ante nuestro paso, para atravesar a toda velocidad el andén y salir por los fondos de la estación, que daban a la canchita de fútbol donde habíamos pasado tantas tardes, con torneos de gol-entra y coca cola, o maratónicas sesiones de cabeceadas y penales. Eso sin contar los partidos de El Imperio de Pichincha –un equipo que alguna vez formamos en el barrio- versus Resto del Mundo –un rejuntado de pibes de Echesortu, Arroyito, Refinería y otras zonas de Rosario.










Libronautas: 


Osvaldo Aguirre - Estrella del Norte


Este video forma parte del ciclo Libronautas, producido por el Programa Señal Santa Fe, iniciativa conjunta de la Secretaría de Producciones e Industrias Culturales del Ministerio de Innovación y Cultura y la Secretaría de Comunicación Social del Ministerio de Gobierno y Reforma del Estado, que desarrolla contenidos audiovisuales con el objetivo de poner en común la memoria, la historia y la cultura santafesina.










Libros de Osvaldo Aguirre


 (Foto de Héctor Rio)




Poesía:

Las vueltas del camino (1992)

Al fuego (1994)

Narraciones extraordinarias (1999)

El General (2000)

Ningún nombre (2005)

Lengua natal (2007)

Tierra en el aire (2010)

Campo Albornoz (2011)


Novelas:

La deriva (1996)

Estrella del Norte (1998)

Graffiti Ninja (en colaboración con Eduardo González, 2007)

Los indeseables (2008)

Todos mienten  (2009) 

El novato (2011)


Cuentos:

Velocidad y resistencia (1995)

La noche del gato de angora (2006)

Rocanrol (2006, premio Fondo Nacional de las Artes)

El año del dragón (2011) 


Investigaciones periodísticas:

Los pasos de la memoria: casos de desaparición de militantes políticos en Rosario (1996)

Historias de la mafia en la Argentina (2000)

Enemigos públicos. Los más buscados en la historia criminal argentina (2003; Finalista del premio Rodolfo Walsh. Semana Negra de Gijón)

La pandilla salvaje. Butch Cassidy en la Patagonia (2004)

La conexión latina. De la mafia corsa a la ruta argentina de la heroína (2008)


Crónicas:

Notas en un diario (2006) 

La Chicago argentina (2006)



Otros:

El margen, el centro (2006), con notas y entrevistas sobre la literatura de Jujuy

Una poesía del futuro (2009), compilación de entrevistas al poeta entrerriano Juan L. Ortiz

 Hablados por la poesía (2010), selección de entrevistas a grandes poetas

También editó las obras poéticas de Arturo Fruttero y Felipe Aldana. 


























Merece una recomendación especial un texto de Osvaldo Aguirre en el que evoca la geografía y diversos momentos de su infancia, que puede leerse en: 





También es posible acceder a textos del autor en el siguiente enlace:



Algunos poemas de una de sus últimas obras, Campo Albornoz, pueden leerse en: 




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