Los autores
van a la escuela
Esta nueva sección del blog está destinada a reproducir
textos literarios en los que aparecen las escuelas y sus protagonistas:
docentes, estudiantes, autoridades, etc.
Es un orgullo iniciarla con un amigo y excelente escritor
rosarino, Osvaldo Aguirre, de quien reproducimos algunos extractos de una de
sus primeras novelas, Estrella del Norte.
Estrella del Norte
Por: Osvaldo Aguirre
Osvaldo Aguirre nació en Colón, Buenos Aires, en 1964. Estudió
Letras en la
Universidad Nacional de Rosario. Integró el Grupo de Arte
Experimental Cucaño. En 1993 comenzó su trabajo como periodista en el diario La Capital , de Rosario,
siendo periodista de la sección Policiales hasta el año 2004, siendo luego editor del suplemento Señales de ese matutino rosarino. Su experiencia como cronista policial se vio
reflejada en su libro Notas en un diario (2006), que ganó el premio Ciudad de
Rosario. Su extensa obra abarca diversos géneros. Asimismo, colaboraciones suyas han aparecido en en diversos medios periodísticos y publicaciones culturales, como Todo es Historia, Página 30, Radar, Pistas, Tres Puntos, Veintitrés, Punto de Vista, Bazar americano, Vox, La Pecera, El Jabalí, Hablar de poesía, La ballena blanca, Nadie olvida nada (Jujuy) y Ángel de la lata (Rosario).
Reproducimos a continuación algunos extractos de su
novela Estrella del Norte, de 1998. El protagonista es Tony, un adolescente que
deambula por la gran ciudad buscando señales que le sirvan de orientación. En
el cruce de lo extraño y lo familiar, descubrirá su propio camino. Y en la voz
de los demás, el coraje para encontrar su propia voz. La historia transcurre en
parte en el ámbito de una escuela secundaria, y recorre también la variada
geografía urbana de Rosario. Entre ellos, la estación de ferrocarril Rosario Norte, donde arribaba y partía el legendario tren que da nombre a la novela. Los extractos que seleccionamos presentan algunos
personajes escolares, entre ellos dos profesores: el Loco Laborda y la Flaca Bengoa. Que disfruten la
lectura.
En mi cuaderno de matemáticas de cuarto año tengo anotada
esta frase: “Orientarse es poder determinar una dirección dada, en un punto
cualquiera de la Tierra ”.
Recuerdo claramente el momento en que escuché al profesor
decir esas palabras, mientras desplegaba una lámina con el esquema de la rosa
de los vientos. Me gustaría que lo conocieran: el Loco Laborda –así lo
llamamos, en la misma escuela- es un personaje tan extraño como simpático.
Flaco, narigón y de pelo enrulado, nervioso y a la vez metido en pensamientos
secretos, que sólo él parece conocer, es capaz de hablar sin parar desde que
entra hasta que sale del aula, reír como toda respuesta cuando alguien hace una
pregunta en clase o palidecer, ponerse repentinamente serio y tomar toda la
hora para contestar a una tonta broma.
Recuerdo también la absoluta concentración con que fui
escribiendo la oración, cómo las letras trazaban un relámpago azul sobre la
página cuadriculada. Si ocurriera ahora, cuando comienzo a rebobinar cosas que
me pasaron y quedaron grabadas en mi memoria, no me impresionaría tanto. Pero
esa vez dejé la birome a un costado del pupitre con mucho cuidado, como si
tuviera miedo de despertar a alguien o como si en vez de una Bic usara una
Parker de cristal. Y alcé la vista hacia la ventana del aula, hacia el mundo
que más allá de las cuatro paredes de la clase se desplegaba para mí como un
espacio desconocido y caótico. “Orientarse”, pensé. “Orientarse es determinar
una dirección…”
De la ventana, llena del sol de septiembre, mis ojos
pasaron a fijarse en la oscuridad del pizarrón, en cuyo centro el Loco Laborda
acababa de dibujar un círculo.
- Ésta sería la constelación de Casiopea –dijo, e hizo
una especie de M en el interior del círculo, a la izquierda.
- Si no tuviera una brújula –agregó a continuación, como
si de pronto se le hubiera ocurrido una idea-, ¿de qué manera podría saber
dónde está el norte?
- Preguntando –respondió el gordo Atila, el encargado de
hacer los chistes.
Algunos se rieron, pero la mayoría seguía pendiente de
las palabras del profesor.
- ¿Cómo podría orientarme, saber dónde estoy? –insistió
Laborda.
También a él lo había hechizado la luz de la ventana,
porque tenía puesta allí su mirada. Por mi parte, volví a parpadear ante el
relámpago azul que refulgía en la hoja cuadriculada. Repetí, en voz baja, como
si recitara una fórmula mágica: “Orientarse es poder determinar una dirección
dada…”
El Loco Laborda trazó un cuadrado en el centro exacto del
círculo y después pequeños triángulos en cada uno de sus lados. El pizarrón, me
di cuenta, ya no era un simple pedazo de madera pintado de negro.
- Hay que buscar este punto –dijo el profe, y apuntó con
la tiza al corazón de ese cielo que teníamos en el pizarrón-: la Estrella del Norte.
Estaba lejos de ser un estudiante destacado, pero en los
años que llevaba de la secundaria había faltado muy pocas veces a clase. Ese
dato no tendría demasiada importancia si no fuera porque terminó siendo el tema
de una conversación de recreo.
Fumábamos un cigarrillo, con Atila y Luca, en el baño de
la escuela. Entre una pitada y otra, expliqué que mi familia no hacía grandes
discursos sobre la necesidad de asistir siempre a clase; parecía una simple
cuestión de costumbre.
Luca tomó la colilla del cigarrillo, que yo le alcanzaba,
y entre asombrado y burlón me preguntó si me animaba a faltar, a hacer una
chupina, como se dice. Contesté que sí.
- Pero, por ejemplo, si yo te dijera: “Mañana nos
encontramos antes de entrar a la escuela y pasamos toda la mañana en el río”,
¿aceptarías? –insistió Luca.
- Más vale –dije.
Mi amigo tenía un brillo extraño en los ojos. En ese
momento no supe si era por el humo del cigarrillo, que nublaba su visión, o si
quería observar algo particular en mí, quizás el agujero negro que se revolvía
en mi interior, a mucha profundidad. Más tarde pude notar que el significado de
esa mirada era otro, y bien distinto.
- Bueno –continuó-. Mañana nos encontramos antes de
entrar a la escuela…
El último examen del año era la excusa. Harta de gritar
para “imponer el orden y el silencio”, según suele decir, y de una serie de
terribles guerras a tizazos, gomas, cuadernos y todo lo que se encontraba a
mano sobre los pupitres, la profesora de química, la Flaca Bengoa , había anunciado
que, como no iba a llegar a dar todo el programa, teníamos que estudiar dos
unidades al hilo y rendir en quince días una prueba.
- Pero usted no puede tomar ese examen –intentó razonar
entonces el gordo Atila.
- ¡Nadie le preguntó su opinión! –gritó la profesora, con
la cara como un tomate-. ¡Se calla o va a la dirección!
Grita porque no sabe cómo hablarnos. Nada que ver con el
Loco Laborda.
- ¡No voy a callarme ante una injusticia! –respondió
Atila, y dio un golpe de puño en su banco, simulando indignación-. ¡Nos va a
tomar cosas que usted no enseñó!
Pero no hubo caso. Y además el gordo tuvo que soportar
que la Hiena Fernández ,
el celador del curso, lo llevara de una oreja hasta secretaría para dar
explicaciones a Marta Mónica, la directora de la escuela.
Marta Mónica parecía muy joven como para ser directora.
No sé qué edad tendría, y tampoco importa. Quiero decir que, cuando hablaba, no
deliraba con pretensiones imposibles o ejemplos falsos. Como el Loco Laborda, tenía
sus particularidades: una era dar un discurso, antes de entrar a clase, todos
los 24 de marzo, para recordar los horribles años de la última dictadura
militar; una vez incluso invitó a unas Madres de Plaza de Mayo, dos viejitas
con pañuelos blancos en la cabeza, que tenían bordados con hilo azul las
palabras “Juicio y castigo a los culpables”. A veces gritaba o ponía sanciones
irrevocables; pero –lo sé ahora, cuando vuelvo sobre mi memoria- ésos eran los
días malos que cualquier persona sufre en este mundo extraño, dulce y cruel.
El plan fue expuesto por Luca, que es siempre el más
afectado por los exámenes de química, como lo demuestra una colección de
aplazos que bien podría ser propuesta para integrar el libro Guinness de los
récords.
- Para que no nos descubran, tenemos que ser pocos –dijo,
cuando horas más tarde empezamos a discutir el asunto en el New Beatles, uno de
los bares de la calle Brown, donde los pibes del barrio iban a ver chicas, a
jugar en unos flippers y a dejar pasar cada tarde con largas charlas,
discusiones y bromas.
- Solamente nosotros –dijo el gordo Atila, antes de
engullir en dos bocados una impresionante hamburguesa especial.
- Solamente nosotros –repitió Luca, otra vez con esa expresión
misteriosa en su mirada.
Los dos me miraron. Asentí con la cabeza.
Y así fue como el planeta Tierra empezó a girar de otra
manera.
La chupina implica un rito. Todos lo saben, y si hay vida en otros planetas, los estudiantes de esos otros mundos seguramente cumplen con el suyo. El nuestro comenzó por encontrarnos a una cuadra del colegio, en una plaza, bajo la copa de un impresionante ombú, quince minutos antes de entrar al patio donde nos alineábamos por curso, sexo y estatura ante el mástil, la bandera, Marta Mónica, los profesores, la Hiena y los demás celadores. Tanto Luca como Atila habían tenido la precaución de llevar ropa de calle guardada en sus mochilas.
- Traje unas medialunas –dijo Atila, mientras mostraba
una abultada bolsita de papel madera-, por si se nos presenta algún
contratiempo…
Los “contratiempos”, para el gordo, consistían en
quedarse en algún lugar donde no hubiera comida a mano.
Con las corbatas sueltas, las camisas blancas
arremangadas y un cigarrillo que pasaba de mano en mano, bajamos hacia el río,
para ver el sol de primavera impreso como un sello contra el agua quieta y
oscura.
Encontrar en una chupina a la Hiena Hernández era lo peor que
podía pasarte. En la escuela se contaban historias increíbles, com que había
atravesado la ciudad llevando de la oreja hasta su casa a chicos descubiertos
mientras charlaban tranquilamente en una plaza o un bar, o que al día
siguiente, con sólo mirarte a los ojos y enfrentarte con su risita típica,
podía darse cuenta de si realmente estabas enfermo o te habías tirado toda la
mañana en el New Beatles, alrededor del Monumento a la Bandera o soñando con los
ojos abiertos ante el horizonte envuelto en nubes y niebla donde parecía
hundirse el río. Podíamos comprobar la fama de la Hiena Fernández al encontrarnos
con chicos de otros barrios de la ciudad y hablar de nuestra escuela.
- ¿De la
ENET número catorce? –preguntaban, de pronto pálidos, casi
con horror-. ¡La escuela de la Hiena
Fernández !
¡Es que el tipo no sabía lo que era la piedad o la
lástima!
- Si me ponen esas amonestaciones –había mentido Atila
una vez; y anécdotas de éstas, lo juro, hay miles- quedo libre. Y si quedo
libre, me echan de mi casa, me internan pupilo. Y si me internan pupilo…
- Francini, a dirección –repetía la Hiena , sin escucharlo, con
una semisonrisa y un brillo en las comisuras de los labios.
- ¿Qué puedo hacer? –lagrimeaba el gordo-. ¿Adónde voy a
ir? Si me internan pupilo, pierdo a mis amigos. Y si pierdo a mis amigos…
- Francini… -y ya insinuaba la risita aterradora.
¡Y cuando se volvió, en el andén, tenía esa cara de perro
que busca la presa!
Nos miramos con Atila: “Ahora mismo”, dijimos con una
mímica frenética de los labios, “hu-ya-mos”. Luca ya se habría puesto a
cubierto. Tratamos de ocultarnos entre la gente, que abría como un vacío ante
nuestro paso, para atravesar a toda velocidad el andén y salir por los fondos
de la estación, que daban a la canchita de fútbol donde habíamos pasado tantas
tardes, con torneos de gol-entra y coca cola, o maratónicas sesiones de
cabeceadas y penales. Eso sin contar los partidos de El Imperio de Pichincha
–un equipo que alguna vez formamos en el barrio- versus Resto del Mundo –un
rejuntado de pibes de Echesortu, Arroyito, Refinería y otras zonas de Rosario.
Libronautas:
Osvaldo Aguirre - Estrella del Norte
Este video forma parte del ciclo Libronautas, producido
por el Programa Señal Santa Fe, iniciativa conjunta de la Secretaría de
Producciones e Industrias Culturales del Ministerio de Innovación y Cultura y la Secretaría de
Comunicación Social del Ministerio de Gobierno y Reforma del Estado, que
desarrolla contenidos audiovisuales con el objetivo de poner en común la
memoria, la historia y la cultura santafesina.
Libros de Osvaldo Aguirre
(Foto de Héctor Rio)
Poesía:
Las vueltas del camino (1992)
Al fuego (1994)
Narraciones extraordinarias (1999)
El General (2000)
Ningún nombre (2005)
Lengua natal (2007)
Tierra en el aire (2010)
Campo Albornoz (2011)
Novelas:
La deriva (1996)
Estrella del Norte (1998)
Graffiti Ninja (en colaboración con Eduardo González, 2007)
Los indeseables (2008)
Todos mienten (2009)
El novato (2011)
Cuentos:
Velocidad y resistencia (1995)
La noche del gato de angora (2006)
Rocanrol (2006, premio Fondo Nacional de las Artes)
El año del dragón (2011)
Investigaciones periodísticas:
Los pasos de la memoria: casos de desaparición de
militantes políticos en Rosario (1996)
Historias de la mafia en la Argentina (2000)
Enemigos públicos. Los más buscados en la historia
criminal argentina (2003; Finalista del premio Rodolfo Walsh. Semana Negra de
Gijón)
La pandilla salvaje. Butch Cassidy en la Patagonia (2004)
La conexión latina. De la mafia corsa a la ruta argentina
de la heroína (2008)
Crónicas:
Notas en un diario (2006)
Otros:
El margen, el centro (2006), con notas y entrevistas
sobre la literatura de Jujuy
Una poesía del futuro (2009), compilación de entrevistas
al poeta entrerriano Juan L. Ortiz
Hablados por la poesía (2010), selección de entrevistas a grandes poetas
También editó las obras poéticas de Arturo Fruttero y Felipe
Aldana.
Merece una recomendación especial un texto de Osvaldo Aguirre en el que evoca la geografía y diversos momentos de su infancia, que puede leerse en:
También es posible acceder a textos del autor en el siguiente enlace:
Algunos poemas de una de sus últimas obras, Campo Albornoz, pueden leerse en:
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